¿Eres blanco? ¿Eres negro? ¿Eres marrón? ¿Eres cholo? ¿Qué eres?
avanza, negro

Una dama y un caballero discuten en un autobús del metropolitano:

–Permiso, por favor –dice la mujer–. Bajo en la siguiente estación. Muévanse.

–No hay sitio, señora –dice el hombre–. ¿Adónde me muevo?

–No sé. Deberías pensar en eso antes de pararte en la puerta.

–Usted debería pensar en que el bus está lleno antes de sentarse tan lejos de la puerta.

–Muévete y no seas malcriado.

–Ya no grite.

La mujer ha logrado llegar hasta la puerta con visible malhumor.

–Qué te voy a enseñar de valores a ti, malcriado –exclama clavando sus ojos en el interlocutor–. Negro de miércoles.

El hombre se queda callado. Se pone rojo de vergüenza. La mujer sigue hablando sobre la falta de educación en los transportes públicos. («Después se quejan cuando una saca el carro»). Lo raro es que el tipo no es negro. Es un cholo oscuro, marrón. La mujer no es blanca pero tiene el cabello teñido de rubio, con esa textura chamuscada que incontables tratamientos de decoloración confieren con los años. Intenta ser blanca.

Nadie dice nada en el autobús. Los pasajeros parecen ensimismados en su cotidiana tragedia de llegar tarde adonde deben llegar. Pero la onda expansiva de la discusión ha creado una energía incómoda. Debatimos mentalmente con nuestros propios demonios: ¿Soy blanco? ¿Soy negro? ¿Soy marrón? ¿Soy cholo? ¿Qué soy?

se-rra-no

Soy cholo. Con una luz adecuada, tiro para blanco. Pero soy cholo al fin y al cabo. Lo digo sin sentir vergüenza, y me causa cierto placer hacerlo sin que nadie me pregunte. ¿De eso se trata el orgullo? Nací en los Andes. Mis abuelos hablaban castellano y quechua con fluidez. Soy serrano.

De niño, sin embargo, este tipo de confesión me habría traído dolorosas consecuencias en el colegio o en el barrio donde vivía. Eran los años noventa, y cualquiera que llegara de los Andes era una víctima potencial de bullying. A algunos cholos blanquiñosos nos resultaba fácil camuflarnos. Vivo en Lima desde los dos años y siempre vestí, hablé y pensé (eso creía) como costeño. Pasaba piola.

Los que hablaban con dejo serrano no tenían escapatoria. Podían disimular su origen con ropa, zapatillas y juguetes; pero bastaba que abrieran la boca para que fueran el blanco del furor adolescente de una capital que adoraba lo extranjero mientras se avergonzaba de las provincias. Cholo. Serrano de mierda. Alpaca conchetumadre. Báñate, indio apestoso. Hueles a queso. Comequeso. Vicuña. Vicuñita. Me da pena tu vida, serrano. Eso no se quita con nada. Yo tengo malas notas pero puedo estudiar. Pero tú eres un serrano. Se-rra-no. ¿Me entiendes? Cómo vas a cambiar eso, ah, huevón. Añañáu. ¿Qué? ¿Te pones a llorar como mariquita? ¿O sea que eres serrano y encima cabro? Puta, yo que tú me suicido.

Eso se les decía.

Cochachi era serrano. No podía ocultarlo. Hablaba con ese dejo dulce que agranda las erres. Era tímido y nervioso y estoy seguro de que todo lo que deseaba en la vida era pasar inadvertido. Tenía el cabello grueso como de un erizo. Los apodos lo volvieron célebre. Alguien lo nombró «Pachamanca», como ese plato andino que se cocina bajo tierra. Otros: «Torreja», «Cachanga», «Añañáu», «Cabeza de tuna».

Cochachi no sabía defenderse. Jamás salía al recreo sin su mochila. Si lo hacía, era probable que jamás la volviera a ver. O si la volvía a ver, era a la distancia, sobre el tejado de alguna casa adonde alguien la había arrojado para humillarlo. Si traía un sándwich, algún malhechor encontraba la manera de sazonarlo con goma. Cochachi era un mártir en el sentido cristiano del término. Resistía con honor todas las vejaciones. Pachamanca de mierda. Serrano huevón. Ven para acá, oye, cabeza de tuna. Y Cochachi venía. Varias veces lo vi llorar. La cabeza gacha. Caminaba deprisa raspando las paredes. Era difícil advertir lo que expresaba su mirada.

No recuerdo bien si llegó a graduarse en mi escuela o si se marchó a otra para terminar la secundaria. Años después, en la época de universidad, lo encontré de casualidad. Fue en la sala de referencias de la antigua Biblioteca Nacional. Yo había terminado de estudiar y buscaba la salida. Entonces lo vi sentado a una mesa trabajando con esmero en medio de un bosque de lápices y lapiceros. No había cambiado mucho. Su cabello era grueso y descuidado. Se le notaba nervioso. Fui a saludarlo. Cochachi trasladaba frases desde un diccionario etimológico hacia un cuaderno rayado y forrado con vinifán. Manejaba con destreza maniática cuatro colores de lapiceros: azul para los textos, rojo para los signos de puntuación, negro para los títulos, verde para resaltar los títulos. Tuve un repentino flashback. Las carpetas del colegio. Los lapiceros de colores que algunos chicos se empeñaban en usar y que otros nos empeñábamos en lanzar a través de las ventanas.

–Cochachi –susurré parándome al costado.

Cochachi continuó escribiendo.

–Cochachi –repetí aumentando el volumen–. Compadre.

Cochachi no mostraba intenciones de dejar sus libros.

–Cochachi, ¿te acuerdas de mí? –insistí tocándole un hombro.

Entonces levantó la cabeza. Sus ojos hervían de rencor. Era la mirada de alguien que odia sin miedo a ocultarlo.

–Lárgate de aquí –exclamó cerrando su cuaderno y empuñó el lapicero rojo como si fuera un cuchillo.

Retrocedí.

–Lárgate, imbécil –añadió.

El silencio de la sala era denso como el de una misa. Cada quien parecía concentrado en sus problemas. Obedecí. Huí a la calle. Me detuve a tomar agua en una tienda y me obligué a recordar los años de colegio, y el infierno al que Cochachi había sobrevivido.

apestas

Mis abuelos eran serranos. Cholos con plata. Tenían propiedades. Una hacienda, una montaña, parte de un río. Todo lo que se hallaba en su territorio les pertenecía, incluidos los indios. Los indios –como los señores llamaban a los campesinos indígenas– no tenían nada. Hablaban quechua. Estaban al servicio de las haciendas, trabajaban las chacras, vivían en chozas, parecían esclavos. En ese mundo antiguo, mi bisabuela recorría sus propiedades resguardada por un séquito de indios desnudos. La cargaban en hombros, como a una reina de Game of Thrones. Cuando llegaba la hora del almuerzo, un indio cumplía la misión de arrodillarse hasta tocar el suelo con la frente para que mi bisabuela pudiera sentarse en sus espaldas y comer. El hombre guardaba silencio y compostura. Su trabajo era bastante específico: debía comportarse como una silla.

Un mundo así no podía terminar bien. Los dioses enviaron dos cataclismos. La Reforma Agraria castigó a los hacendados quitándoles sus tierras y dándoselas a los indios. Luego, Sendero Luminoso y el Ejército destruyeron lo que quedaba en una guerra que duró veinte años. Los campesinos morían degollados como reses. Por un motivo u otro, los serranos huimos y llegamos como un aluvión a las ciudades de la costa.

Acá las cosas no eran más civilizadas.

Una noche aterrizo en un programa de televisión nacional. Un humorista interpreta a una campesina de la sierra perdida en la ciudad. La mujer busca trabajo. Tiene los dientes podridos, apesta, habla mal el castellano y quienes la conocen la tratan como a un animal. La serie no denuncia el maltrato. Es un programa cómico peruano. El objetivo es que te rías cuando a la mujer le dicen "Oye, paisana, apestas a pezuña, animal".

Es el año 2014. Aún somos cavernícolas.

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[Este texto fue publicado originalmente en la revista Domingo, del diario La República

La ilustración es de Daniela Zamalloa]