Grandes obras de pequeñas autoridades limeñas.
 aguadulce

Una mañana, mientras corría junto a mi perro por las inciertas arenas de la playa Aguadulce, hallé un calzoncillo.


Foto: Pijiri

Era azul, de la fiel marca Boston y la tela estaba impregnada con algas y arena. ¿La marea lo había arrastrado desde un pueblo lejano? ¿Un caballero apurado lo habría extraviado tras un encuentro furtivo con el sexo opuesto? Ya fuera por una razón u otra, el calzoncillo había abandonado su estado original de prenda íntima para convertirse en un trapo, un simple pedazo de basura.

Durante el invierno, la playa más popular de Lima luce vacía de gente pero repleta de desperdicios. No son sirenas salvajes las que salen de noche a divertirse y ensucian la orilla. De vez en cuando, intrépidos limeños abandonan sus apiñados edificios y se aventuran a la playa en busca del horizonte. A veces arman una juerga, y casi siempre olvidan llevarse los restos: botellas de vidrio, platos de papel, un calzoncillo.

En su defensa, los excursionistas podrían argumentar que hacen falta tachos de basura. Los diez que existen están muy lejos de la arena, y la mitad ha sido empleada para tapiar una salida de autos y, por lo tanto, no pueden cumplir la función que el Creador les ha asignado en esta vida.

Un día de invierno, la Municipalidad envió un camión aspirador a limpiar la arena. La máquina recorrió la playa durante horas y quitó todo rastro superficial de basura. Aguadulce volvió a lucir limpia y se enseñoreaba frente al resto de playas del litoral, arrogante de su repentina pulcritud. El remedio duró un día. A la mañana siguiente, los vecinos habían dejado otra vez las huellas de su felicidad: botellas, condones, algún bocadillo.

Foto: píjiri

¿No hubiera sido más efectivo y barato que las autoridades sembraran tachos de basura en la arena? La basura se acumula en la playa como un símbolo de la actual tragedia nacional: hay dinero pero las autoridades no tienen talento para gastarlo. Aguadulce resiste sus días en espera del camión aspirador.

barranco

El trueno de un taladro gigante despertó una mañana a los vecinos que viven en las primeras cuadras de la avenida Pedro de Osma, en Barranco. ¿Acaso las autoridades habían decidido reparar por fin los huecos que salpican el asfalto? Los conductores que transitan por allí improvisan todo tipo de maniobras arriesgadas para evitar los cráteres. 

A veces, los vehículos se raspan unos a otros mientras los choferes se gritan a través de las ventanillas como si se lanzaran navajazos. El chofer de combi, la señora en camionetón, el joven trabajador. Todos son iguales a la hora de lanzar un carajo.

Esa mañana, el rugido del taladro parecía un buen augurio. Algunos vecinos salimos contentos de casa para enterarnos de la buena noticia. Fue triste comprobar que el taladro no operaba sobre la pista maltrecha sino sobre las veredas. Las veredas no estaban mal: se podía caminar. Pero la escena parecía una metáfora diseñada para un programa de humor. Los obreros quitaban el cemento sano dándoles las espaldas al problema real: el asfalto.  

La historia se parece a la de una fábula sufí. Un hombre encuentra a su amigo arrodillado en la calle y le pregunta qué hace.  

–Busco un anillo que se me perdió dentro de casa.

–Si se te perdió en casa, ¿por qué no lo buscas allí?

–Es que aquí afuera hay más luz.

El vecino que paga sus impuestos con justicia podría preguntarle al Estado: ¿Por qué no arreglan las pistas en lugar de reparar las veredas que no estaban malogradas? La respuesta de la autoridad es muy obvia:

–Es que en las veredas hay más luz.

chancay

Cuando le dije que no le daría una coima, el policía procedió a ponerme la papeleta con el evidente desagrado del niño que descubre que papá no le dará un regalo en Navidad. El rostro serio, sin sonrisa y un bigotito entrecano le conferían autoridad. Eran las diez de la mañana en la Panamericana Norte, altura de Chancay. Había un aroma de choros en el ambiente. 

–¿Cómo arreglamos esto? –me había preguntado al inicio el agente. 

Sugerí el camino correcto, la multa. Rato antes, yo había parado en un grifo para echarle gasolina al auto. De regreso a la carretera olvidé prender las luces. Si vas por la autopista, tienes que mantenerlas encendidas aun si es de día. Acostumbrarte es difícil. A quinientos metros del grifo, un patrullero estratégicamente ubicado hacía las veces de telaraña de infractores. Eran cinco policías haciendo cumplir la ley. La carretera era suya. 

 Algunos se deshacían de los conductores con sorprendente rapidez. Detenían un vehículo con las luces apagadas, se acercaban a la ventanilla y en dos minutos dejaban ir al infractor. Yo, que nunca he soltado una coima, llevaba veinte minutos de tortura. Mi policía iba y venía del patrullero. Bromeaba con sus colegas. Luego se acordaba de mí, se plantaba delante de mi auto, ponía cara seria y volvía a escribir algo. 

 –Jefe, y ese carro que tampoco tenía luces prendidas, ¿por qué se ha ido tan rápido? –le dije señalando a una camioneta de lunas oscuras–. Su colega no le ha puesto multa. 

 –No me distraiga. Él sabrá lo que hace. Déjeme trabajar. 

Cinco minutos después, el policía seguía trabajando en mi papeleta. 

 A lo lejos, sobre la pista, un hombre pedaleaba una bicicleta en sentido contrario al tráfico y transportaba cuatro balones de gas, cual equilibrista suicida. Dos colgaban a los extremos del timón. Uno iba en el asiento de atrás. Otro, en su regazo, cual bebé. Al advertir el peligro, decidí alertar a la autoridad más cercana.

–Jefe, ¿no está prohibido llevar en bicicleta cuatro balones de gas y, además, ir contra el tráfico en una autopista? 

 El policía levantó la vista hacia mí y, sin mirar al potencial hombre bomba, gruñó:

 –O se calla o me demoro media hora más. Mi trabajo no es parar bicicletas.